martes, 25 de junio de 2013

Reflexiones de un párroco ante la reapertura del templo basilical

EL TEMPLO

“¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! Será están pisando nuestros pies tus umbrales…” (Sal. 121)

Esta alegría que experimentaron los antiguos peregrinos, la podemos vivir también nosotros, ahora que nuestro templo – LA BASILICA - remozado, abre nuevamente sus puertas. ¡Qué alegría… Será están pisando nuestros pies tus umbrales!
Todo lugar, con el tiempo, va creando su propio ambiente, va creando y enriqueciendo su misterio. ¿Quién no ha experimentado el misterio de la casa paterna? Cómo se estremece y conmueve el corazón cuando, después de muchos caminos, de mucho andar, volvemos a ella.

Mucho más el templo qué y, por sí solo encierra ya un gran misterio: lugar donde se hace presente el que es, el totalmente oculto, a quién le damos el nombre de Dios. El templo es el centro sagrado donde convergen misterios y realidades que se compenetran y armonizan porque deben reflejar el misterio mismo de Dios. Pero también el templo recoge lo más íntimo y existencial de los hombres: sus penas, sus alegrías, sus esperanzas, sus fracasos, sus lágrimas, su fe, su esperanza, su amor. Lugar de encuentro con Dios y con los hermanos: cálida experiencia de intimidad. Toda esa inmensa energía espiritual que generación tras generación si va volcando en templo y que va a enriqueciendo su misterio.

También esta basílica tiene su historia. Cuando entramos en ella, ya nos recibe todo ese caudal de espiritualidad condensada que se ha ido acumulando por todas las generaciones que nos precedieron y la fe que también nosotros traemos y celebramos en ella. Nuestra basílica es una obra que debe glorificar a Dios en sí misma y ser el recinto donde el pueblo canta sus alabanzas y celebra sus fiestas. Al entrar en ella nos sentimos en el centro de nosotros mismos, en perfecto acuerdo con una verdad que no logramos precisar de una manera inmediata. Entre sus muros nos sentimos constituidos como piedras vivas. Una misteriosa presencia nos envuelve. En su interior nuestro pensamiento se entreteje con el equilibrio de sus volúmenes, mientras que nuestro espíritu se ennoblece y se eleva siguiendo sus espacios hacia lo alto.

Cuando queremos hacer bellos, espléndidos a nuestros templos, no es para lucir nuestra riquezas, sino para manifestar en algo, la belleza del Dios de toda belleza.

Si el templo es lugar de encuentro, de alegría; también es el lugar del dolor cuando tenemos que entrar doblegados por la cruz, acercándonos a aquel que: “puede enjugar toda lágrima” para que serene nuestro dolor. O para entrar con la humildad del publicano, manteniéndonos a distancia y sin atrevernos a levantar los ojos, nos golpeamos el pecho diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador!, con la certeza de que también el Señor nos dice: “puedes volver a tu casa en paz” (Luc.18;13).

Por otra parte, el templo no solamente debe crear un espacio sagrado, sino que también debe ser funcional para la celebración litúrgica. El templo requiere todo sentido y esplendor cuando el Santo pueblo de Dios está reunido en él. Es entonces cuando el templo puede es amarse realmente: “Iglesia”.

Pero el templo no tiene su última razón de ser en sí mismo, sino que siempre es una figura del real templo de Dios que es Jesucristo y su cuerpo místico que es la iglesia, construida con piedras vivas que son todos los fieles cristianos. San Pedro nos dice: “También ustedes a manera de piedras vivas son edificados como un templo espiritual para ejercer un sacerdocio Santo y ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios, por Jesucristo, el Señor” (1 Pedro: 2;5).



Pbro. Alcides Rougier
Cura Párroco Emérito de la Basílica de la Inmaculada Concepción