EL TEMPLO
“¡Qué
alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! Será están pisando
nuestros pies tus umbrales…” (Sal. 121)
Esta alegría que
experimentaron los antiguos peregrinos, la podemos vivir también nosotros,
ahora que nuestro templo – LA BASILICA - remozado, abre nuevamente sus puertas.
¡Qué alegría… Será están pisando nuestros pies tus umbrales!
Todo lugar, con el
tiempo, va creando su propio ambiente, va creando y enriqueciendo su misterio.
¿Quién no ha experimentado el misterio de la casa paterna? Cómo se estremece y
conmueve el corazón cuando, después de muchos caminos, de mucho andar, volvemos
a ella.
Mucho más el templo qué
y, por sí solo encierra ya un gran misterio: lugar donde se hace presente el
que es, el totalmente oculto, a quién le damos el nombre de Dios. El templo es
el centro sagrado donde convergen misterios y realidades que se compenetran y
armonizan porque deben reflejar el misterio mismo de Dios. Pero también el
templo recoge lo más íntimo y existencial de los hombres: sus penas, sus
alegrías, sus esperanzas, sus fracasos, sus lágrimas, su fe, su esperanza, su
amor. Lugar de encuentro con Dios y con los hermanos: cálida experiencia de
intimidad. Toda esa inmensa energía espiritual que generación tras generación
si va volcando en templo y que va a enriqueciendo su misterio.
También esta basílica
tiene su historia. Cuando entramos en ella, ya nos recibe todo ese caudal de
espiritualidad condensada que se ha ido acumulando por todas las generaciones
que nos precedieron y la fe que también nosotros traemos y celebramos en ella.
Nuestra basílica es una obra que debe glorificar a Dios en sí misma y ser el
recinto donde el pueblo canta sus alabanzas y celebra sus fiestas. Al entrar en
ella nos sentimos en el centro de nosotros mismos, en perfecto acuerdo con una
verdad que no logramos precisar de una manera inmediata. Entre sus muros nos
sentimos constituidos como piedras vivas. Una misteriosa presencia nos
envuelve. En su interior nuestro pensamiento se entreteje con el equilibrio de
sus volúmenes, mientras que nuestro espíritu se ennoblece y se eleva siguiendo
sus espacios hacia lo alto.
Cuando queremos hacer bellos,
espléndidos a nuestros templos, no es para lucir nuestra riquezas, sino para
manifestar en algo, la belleza del Dios de toda belleza.
Si el templo es lugar
de encuentro, de alegría; también es el lugar del dolor cuando tenemos que
entrar doblegados por la cruz, acercándonos a aquel que: “puede enjugar toda
lágrima” para que serene nuestro dolor. O para entrar con la humildad del
publicano, manteniéndonos a distancia y sin atrevernos a levantar los ojos, nos
golpeamos el pecho diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador!,
con la certeza de que también el Señor nos dice: “puedes volver a tu casa en paz”
(Luc.18;13).
Por otra parte, el
templo no solamente debe crear un espacio sagrado, sino que también debe ser
funcional para la celebración litúrgica. El templo requiere todo sentido y
esplendor cuando el Santo pueblo de Dios está reunido en él. Es entonces cuando
el templo puede es amarse realmente: “Iglesia”.
Pero el templo no tiene
su última razón de ser en sí mismo, sino que siempre es una figura del real
templo de Dios que es Jesucristo y su cuerpo místico que es la iglesia, construida
con piedras vivas que son todos los fieles cristianos. San Pedro nos dice: “También
ustedes a manera de piedras vivas son edificados como un templo espiritual para
ejercer un sacerdocio Santo y ofrecer sacrificios espirituales agradables a
Dios, por Jesucristo, el Señor” (1 Pedro: 2;5).
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Pbro. Alcides Rougier
Cura Párroco Emérito de la Basílica de
la Inmaculada Concepción
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